Autores: Verónica López, Patricia Guerrero, Juan Pablo Álvarez y Sebastián Ortiz. Columna de opinión publicada en BíoBío Chile el 13 de agosto de 2020.
En los últimos meses hemos sido testigos de cómo las comunidades se han visto afectadas a partir de la crisis sanitaria producto del coronavirus. Docentes, directivos, sostenedores, asistentes de la educación, apoderados/as y estudiantes han debido cambiar radicalmente la manera en que se desarrolla el proceso de enseñanza-aprendizaje, adaptándose a nuevas formas de educar y replanteando las prioridades con las que se venía trabajando en el sistema escolar en general, y en la propia escuela en particular. Los diagnósticos sobre las brechas educativas se han hecho evidentes a lo largo de Chile, especialmente respecto a las grandes desigualdades en el acceso y manejo de las tecnologías que hacen posible una educación remota.
En un contexto de obstáculos, incertidumbre y desafíos el bienestar de la comunidad escolar ha sido foco de preocupación ya que existe agobio, cansancio y estrés. Como centro de investigación hemos generado espacios –como la Escuela de Invierno– para compartir y reflexionar con agentes educativos de diversas regiones del país, donde se han manifestado los síntomas de malestar pero a la vez el compromiso y los sueños colectivos sobre la acción de educar. Hemos visto cómo las comunidades escolares están realizando múltiples esfuerzos para continuar con el servicio educativo, apostando por una educación transformadora.
En estos espacios de diálogo con profesores y profesionales de establecimientos escolares, la discusión ha girado en torno a cómo esta pandemia ha abierto una posibilidad de organizar la escuela desde “una mirada más solidaria, más integral, equitativa y con justicia social”. Y es aquí donde han surgido tres ideas claves para la transformación desde la perspectiva de la inclusión.
La reconstrucción de la educación a partir de los proyectos de vida personales y colectivos, superando la lógica de acción individual y poniendo en valor la diversidad, la inclusión y el trabajo colaborativo surge como prioridad, así como la necesidad y también posibilidad REAL de replantear la relación familia-escuela, volviendo a conectar con los/as apoderados/as, rescatando los conocimientos de las familias como un recurso significativo para aprender. El tercer postulado que emana con fuerza es que las organizaciones educativas –sin la presión por el cumplimiento de un curriculum extenso y sin la búsqueda de indicadores asociados a las pruebas estandarizadas como el SIMCE– den lugar a la creatividad para implementar nuevas metodologías para el aprendizaje integral.
Se hace necesario dar continuidad a innovaciones pedagógicas, tales como el uso del Aprendizaje Basado en Proyectos, las aulas invertidas, la utilización de redes sociales y otras herramientas. Estas adaptaciones, por cierto, se condicen plenamente con los principios de la educación inclusiva, en tanto que la ESCUELA es la que se transforma, y no el/la estudiante quien está obligado/a a llegar a una meta que le puede resultar inalcanzable por circunstancias que no son de su responsabilidad.
Dentro del complejo momento que vivimos como sociedad, las escuelas y sus comunidades no sólo han sido capaces de reinventarse sino que hoy vislumbran un camino de esperanza en el que otra educación es posible, una educación verdaderamente inclusiva. Se han descubierto fisuras en el sistema de rendición de cuentas, oportunidades en los contextos y posibilidades para soñar colectivamente. Es necesario acompañar estos esfuerzos, sin las presiones de la estandarización, confiando en que las comunidades escolares han rescatado nuevos sentidos para una educación que ya no volverá a ser la misma.
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