Columna de Opinión de la Dra. Olga Cuadros Jiménez
Investigadora de la Línea ‘Motivación y Compromiso con el aprendizaje’ del Centro Eduinclusiva
Si usted es uno de los que,al levantarse en la mañana, se pregunta por qué las gestiones burocráticas relacionadas con su trabajo le implican más tiempo que hacer lo que realmente tiene que hacer, o por qué sus funciones y tareas vienen rígidamente definidas, pero contradictoriamente, lo evalúan con indicadores de proactividad e iniciativa, o por qué lo que aprendió en el colegio venía normado para demostrarse, únicamente, con indicadores de rendimiento, pues la respuesta es porque usted, como yo, y como casi todos las personas que pertenecemos a los países denominados “en vías de desarrollo”, vivimos bajo el régimen del modelo de rendición de cuentas; y nos vemos sometidos a tener que considerar estándares de calidad en todo lo que hacemos y ser evaluados con base en ellos, afrontando el desafío, día a día, de mantenernos motivados, comprometidos y satisfechos con lo que hacemos.
Algunos expertos consideran que los modelos económicos instaurados en Latinoamérica, a partir de los años 80,son modelos globalizados post-liberales-post-hegemónicos, denominados como el New Public Management; diseñados para ampliar la dimensión productiva de la integración entre los países y para lograr mayor eficacia en la administración pública del estado. Esta idea lleva asociada la aplicación de mecanismos de regulación, control y transparencia del uso de recursos, configurando mecanismos de rendición de cuentas o accountability. Aunque el accountability se interpreta comúnmente como un mecanismo para informar de la gestión responsable de recursos, tiene un significado más profundo; está asociado con el ejercicio de aplicación jerárquica del poder y la autoridad, conferido por un grupo social. Su implementación tiene un efecto en quienes se encuentran en los niveles bajos de la jerarquía de poder, al sugerir la idea de que no tienen la capacidad de ser autónomos para administrar los recursos, y necesitan un agente externo, de mayor jerarquía, para controlarlos. Pocos procesos están exentos,actualmente, de tener que someterse a este tipo de procesos de evaluación, que suelen realizar terceras personas. Usualmente, los agentes de evaluación en el accountability son externos; no trabajan en el lugar, e incluso, a veces, ni siquiera viven en el mismo país. Y quienes son evaluados esperan que les llegue una palmadita en el hombro si hicieron las cosas bien,obteniendo así los recursos que necesitan, o que les llegue una acción punitiva por haberlo hecho mal, con sus respectivas consecuencias.
El problema radica en que los indicadores en este sistema contemplan únicamente metas productivas y no procesos, y tampoco definen qué es calidad y cómo tributa al bienestar de las personas. Así, este modelo termina siendo inmediatista, centrado en resultados y evidencias, desconociendo los medios y procesos. Los procesos son tanto o más importantes que los resultados, en la medida en que representan los aprendizajes a los que se enfrentan cotidianamente las personas, con sus desafíos y aportes. Esto entra en una profunda contradicción con la perspectiva básica del desarrollo humano, ya que el desarrollo es, en sí mismo, un proceso.
En el contexto de la educación, por ejemplo, estudiantes, profesores, funcionarios e investigadores, estamos todos sometidosa la lógica de los estándares de calidad, que norman rígidamente el qué y cómo se debe funcionar. Estarían bien si operaran como un medio de orientación para identificar el para qué se hacen las cosas y cómo pueden mejorarse, pero con el foco en el rendimiento y la productividad, se desligan de las condiciones reales del contexto y se vuelven una camisa de fuerza. Imponen mecanismos externos que no responden a las necesidades reales de las comunidades, y limitan lo que se puede hacer o reportar. Y así, terminan invisibilizando el valor que atribuyen las personas a lo que hacen, lo cual influye directamente en su nivel de compromiso y motivación. Esto lo vemos, por ejemplo, cuando al profesor le entregan un lineamiento curricular que pareciera no tener cabida dentro de la vida de la sala, cuya falta de contextualización y coherencia con el resto del currículum lo hace exhalar un ¡plop! al mejor estilo de Condorito. Lo mismo le pasa al estudiante que, en una prueba estandarizada, encuentra preguntas referentes a contenidos que jamás vio. O al investigador que debe presentar informes preestablecidos que dejan fuera cosas que sí hizo, y demandan reporte de cosas que nunca consideró hacer. La evaluación de la calidad educativa tiene, por tanto, uno de sus mayores desafíos en lograr este calce entre la teoría y la práctica; lo que dice el papel y lo que se hace en la realidad, para incrementar los niveles de satisfacción y de logro personal.
Este desfase entre agenda declarada y real, aparece asociada a la gestión del valor de lo público como gasto, y no como inversión. Y así, los procesos de evaluación de calidad generan en las personas una sensación de sorpresa y frustración. A esa sorpresa, derivada del hecho de tener que demostrar logros con base en un indicador que no calza con su realidad, se le podría denominar como perplejidad actuante. Porque sorprende y confunde el hecho de que el indicador de evaluación venga pensado de una manera, que no se condice con la lógica de cómo se desarrollan los procesos cotidianamente; y en vez de eso, evidencia la manera en que piensa otra persona, que está en otra realidad, en otro nivel, o incluso en otro país y no conoce las necesidades de aquellos a quienes va dirigida su pauta de evaluación. Impone restricciones a las que hay que someterse porque no hay otra opción, formalizándose como una práctica que no hace sentido con lo que se hace realmente, pero a la que se responde de todas maneras. Sus consecuencias se ven, performativamente, en la actitud de sometimiento pasivo de las personas; se desdibuja su potencial como colectivo, individualizando la producción de resultados, resignándose ante los indicadores de evaluación porque necesitan salir bien evaluados para avanzar. Y esta perplejidad se extiende también al hecho de que los indicadores tienden a ser iguales para todos, independientemente de sus necesidades, habilidades o condiciones, restándole peso a la consideración de la diversidad, y por tanto volviendo más difusa la inclusión, que debiera prevalecer en este aspecto.
Así, salir bien evaluado es obligación, pues representa la posibilidad de obtener cosas que el sistema impone como norma y prescripción de excelencia, pero en el proceso, las actividades pierden el sello personal cuando se les impone la maqueta de la evaluación estandarizada. Entonces, nos pasamos la vida en permanente perplejidad, teniendo que ser recursivos para responder a la burocracia de los formatos de evaluación para la rendición de cuentas, cuando podríamos estar invirtiendo ese tiempo en actividades que nos representen el disfrute por lo que hacemos. Quienes trabajamos en el Centro de Investigación para la Educación Inclusiva, buscamos, desde diferentes perspectivas, abordar estas tensiones. En conjunto, destacamos aspectos relevantes de la vida escolar; todo, para construir un discurso común sobre lo que define nuestra identidad como sociedades latinoamericanas, e ir armando una lógica propia que oriente acerca cómo podemos autónomamente regularnos en cosas tan importantes como la calidad de la educación, y trazar así, la vía para orientarnos hacia lo que realmente queremos como sociedad y cómo queremos vivir en ella.